Las fresas silvestres son plantas herbáceas, de la familia de las rosáceas, que crecen en sotobosques, bordes de caminos, laderas y taludes sombríos y húmedos. Son matas bajas que en ocasiones cubren amplias superficies. Los diminutos miruéndanos me hacen recordar algunos momentos de la adolescencia cuando los recolectábamos en largos tallos herbáceos.
Si las comparamos con las fresas cultivadas o fresones, aunque tienen un pequeño tamaño poseen un sabor más intenso, se utilizan en las mermeladas y confituras mixtas, unas pocas dan un gusto especial. Además contienen vitamina C.
La planta es pequeña, sus peludos tallos apenas llegan a los 25 cm., y genera numerosos estolones que contribuyen a su expansión, formando nuevas plantas. Las hojas se componen de tres foliolos ovalados con los bordes dentados formando una especie de roseta después de un largo peciolo.
Las flores brotan al final de los tallos, una o varias. Poseen cinco pétalos blancos, frágiles y caedizos, cinco sépalos y una veintena de estambres amarillos. Son polinizadas por los insectos, en especial abejas, abejorros y moscas. Florecen desde marzo-abril hasta junio-julio.
Al madurar, el fruto conocido como fresa, es en realidad un engrosamiento del receptáculo floral, al aumentar de tamaño se vuelve carnosa y despide un llamativo e inconfundible olor a fresa, cada vez más intenso con el paso de los días. Los pequeños granos o puntitos que hay sobre ella son los verdaderos frutos de la “fresita”.
Crece de forma asilvestrada por todas partes en Europa, América y Asia templada. En la península ibérica se desarrolla con más facilidad en el norte, más escasa o inusual en las zonas mediterráneas.
Las hojas se pueden recolectar y secar durante el verano para luego utilizarlas en infusiones para cortar diarreas y en gargarismos para la garganta y boca, también son útiles para limpiar cortes, heridas o quemaduras menores.
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